viernes, 16 de diciembre de 2011

Comentario al evangelio 18 de diciembre de 2011 Cuarto domingo de Adviento

...CON NOSOTROS PARA SIEMPRE...


"¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras;
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!"
[S. Juan de la Cruz]

     No donde se le esperaba. No a la vista. No en el centro. No en un hombre. No en público. No en el templo. No en Jerusalén. No. No como se le esperaba. Sin estrépito. Sin clarines ni timbales. Sin publicidad. Sin imposición. Sin réditos ni méritos. Sin arrollar la libertad del corazón. Sin prisa. Sin ahorrarnos el sudor y la fatiga. Sin cubrirnos de temores y de espantos. No. No para quien la esperaba. No sólo. No sólo para Zacarías. No sólo para sacerdotes y letrados. No sólo para el Bautista. No sólo para el judío. No sólo para el cumplidor. No sólo para el recto. No sólo para el hijo mayor. No sólo. No. Así es nuestro Dios: vino cubierto de noes buscando un .


     Con tantos siglos a la espalda, con tantos cuadros a la vista, con tantas tallas, esta bella página del evangelio -para muchos, la página bisagra de la historia de la salvación- puede parecernos obvia. Pero es extraordinaria, desconcertante, revolucionaria, impactante, difícil de comprender y de aceptar. Pura gratuidad. Un Dios que había hablado desde siempre a todo un pueblo, decide parar la historia y escoger un corazón. El pueblo, aunque con una trayectoria sembrada de infidelidades, le estaba esperando. Sí. Las tenía manchadas, rotas, arrugadas, heridas... pero todavía conservaba sus credenciales. Todavía podía decir a su Dios: "He aquí mi historia. Muy torpemente, pero te estaba esperando". Pero no. Ni en la plaza, ni en el templo, ni en la reserva espiritual de Israel, ni en las grandes familias herederas de esa historia. Dios habla a su pueblo, viene a su pueblo, para su pueblo... pero escoge un corazón. Un nombre: María. ¿El más bello? Quizá no a los ojos del mundo. Quizá sólo el más pobre, el más deseoso de acoger el Amor. Sin historia de nobleza, sin palacios, sin honores. Con la sola bondad de quien, por no estar atado a nada, todo lo espera, todo lo anhela. Ningún entendido había señalado a esta mujer. Ningún profeta había reparado en este corazón. Tampoco Zacarías e Isabel supieron de las promesas que palpitaban en su nombre, aunque lo tuvieron tan cerca. Pero sí.

     En lo más íntimo de una intimidad de mujer. Seguramente, desvelándose día tras día, muy poco a poco, en un corazón que crecía hacia la luz. No de repente. Lo que sucede de repente se  nos impone sin matices y Él quiso ser extremadamente delicado para encarnarse. No ola que arrolla, sí llovizna que cala. No rayo que ciega, sí tenue candil. No presencia que arrasa, sí mano que llama a la puerta. Así debió ser. Tan cerca de sí misma y tan suavemente que un día, de tanta gota que había ido cayendo en su hondón, se supo llena gracia. Y se estremeció al coger el vaso y tuvo miedo de que, al acercarlo a su vientre, al hospedarlo, se derramara. Pero no temas, mujer, la gracia es lluvia que se recoge despacio para dejarla correr, para desparramarla gozosamente sobre el campo. Promesa esparcida, agua fecunda, Espíritu Santo, alta torrentera, sombra dichosa sobre tu vientre. Pura gratuidad.

     Abrió sus manos. El vaso se precipitó hacia su seno. Toda su intimidad se cubrió de lluvia temprana. Supo que ya nunca le faltaría agua para el pozo de su sed. Supo también que el vaso que caía abriría una herida para siempre. Vio su cuerpo convertido en mar. Sintió que todo el azul del cielo se espejaba en su regazo y que del océano de su vientre brotaban olas ansiosas de romperse en tierra. Un gesto simple de gratuidad en la última morada de un corazón de mujer había unido para siempre el cielo y la tierra, había convertido a Dios en Padre. Pronto habría un niño en la orilla del mar de Galilea hundiendo los dedos en la tierra, escribiendo su Palabra.

     Y la dejó Dios. La dejo sola. Soledad acompañada, pero soledad. El que colmó el vaso, dejó fluir el agua por sí misma. Todo pendía de su libertad. Y en el simple gesto de volver a abrir los ojos, de volver a sentir el olor del puchero en el fuego y volver a salir a tender la ropa limpia, aconteció el supremo sí. El de verdad, el de cada día. El del mar que se sabe hondura insondable -azulísimo cielo- pero no cesa de empujuar olas hacia la tierra. Tuvo que dejar ir la Presencia presente para comenzar a descubrir en la vida cotidiana la ausente Presencia que nos sostiene. Tuvo que reanudar su senda cotidiana, que pasear las calles de Nazaret, que peregrinar las rutas de Egipto, que vadear las esquinas oscuras de Belén, que ascender el  camino púrpura que lleva de Jerusalén hacia el Calvario. Y tuvo que hacerlo todo esperando la lluvia que caía desde el cielo, guardando cada gota en su corazón. Tuvo que aprender a caminar empapada. Tuvo que ayudar a José a perder el miedo al agua, a empezar a nadar, a mojarse con ella. Desde entonces nos espera en la orilla con ojos de sol. El vaso roto a sus pies. Una herida de cristal entre sus pechos. Sus pies hollando la arena. Un árbol a su vera sombreándola de cruz. Al Amor de una hoguera inagotable. Al viento de un Espíritu perpetuo. El vestido todo salpicado. El mar danzando alegre entre sus manos. Un Niño entre sus faldas.

     Y allí la dejó Dios... para quedarse con nosotros  para siempre

domingo, 11 de diciembre de 2011

Comentario al evangelio 11 de diciembre de 2011 Tercer domingo de Adviento

YO NO SOY...

     Con frecuencia las presencias nos resultan ajenas, lejanas, previsibles, conocidas, insípidas, asépticas. Y no es extraño: vivimos rodeados de realidades, de experiencias, de gentes, de idas y venidas que asumimos como naturales, que rara vez nos interpelan profundamente, que no nos abaten los supuestos sobre los que construimos la vida, que solo de vez en cuando nos abren mundos nuevos; en una palabra, que rara vez nos cambian. Con todo, existen personas ante cuya presencia el instante se queda en vilo; y nosotros, prendidos en el instante. Las más de las veces estas personas no nos piden nada, no nos exigen nada, pero su solo estar con nosotros nos inquieta, nos despierta, nos requiere, nos devuelve a aquella incertidumbre vital primera desde la que podemos emprender el camino de forma renovada. Siempre me han impactado, por ejemplo, las imágenes de Madre Teresa con los mandatarios y poderosos de este mundo. El contraste resultaba brutal: ¿qué hacía aquella mujer menuda y encorvada, cuajada de arrugas, cubierta con un simple sari blanco de algodón, al lado de aquellos hombres de rostro sonrosado pero frío, enfundados en trajes impolutos, recién estrenados, primorosamente planchados? Enseguida uno entendía que la de aquella mujer que saludaba amablemente al presidente o entraba en sandalias en la Asamblea General de las Naciones Unidas no era una presencia más. Y que, al menos durante unos momentos, el colchón de seguridades sobre el que se movían todos aquellos hombres se había desvanecido. Con su sola presencia, una humilde mujer les había puesto suavemente en su lugar, había sacudido la arrogancia de sus hombros y les había devuelto misteriosamente una dignidad que parecía perdida entre tantas palabras hueras. Con su presencia, les había devuelto a la Vida; con su voz, les había traído la Palabra.

     Salvando las distancias, que son muchas, Jesús debió ser para Juan una de estas presencias. Al lado de Juan, un hombre tan ardiente y tan directo, la figura de Jesús, al menos al principio, debió parecerse mucho a la de Madre Teresa entre los «grandes». Ciertamente, el de Juan era un poder muy distinto al que perfuma hoy los sillones presidenciales, pero el Bautista no dejaba de presentarse como una corriente de fuerza y autoridad entre la gente. Hasta que un día, el hijo de Isabel y Zacarías vio a aquel pariente suyo salir de su casa, echarse al desierto y sentarse a sus pies para escucharle…  Y comenzó el amanecer. No conocemos nada demasiado explícito sobre el trato que tuvieron Juan y Jesús ni sobre el tiempo que pasaron juntos. Sólo nos han llegado las palabras que dijeron uno del otro a terceras personas. No es demasiado, pero se vislumbra en ellas una relación apasionante. Por más imaginación que pongo, me cuesta contemplarles juntos. Juan, una suerte de nuevo Elías, la quintaesencia de la fe de Israel, la vara inquebrantable, el hombre austero y penitente, el grito profético en medio del desierto, la voz rotunda que llamaba a la conversión a un pueblo tardo y extraviado. Jesús, una suerte de nuevo Adán, el hombre enteramente hombre, la ventana de par en par abierta al Dios definitivamente Padre, la mano que no apaga el pábilo vacilante ni quiebra la caña cascada, el hombre del vino y el banquete, el grito angustiado en lo alto de la cruz, la voz paciente y misericordiosa en medio de los gentiles, el Amor. ¡Qué abismo entre los dos…! ¡Qué comprensión tan distinta de las promesas de salvación…! Y, al tiempo, qué cerca debieron estar, qué forma tan especial de ser presencia el uno para el otro, el otro para el uno…

   Nada sabemos de lo que compartieron, de lo que se dijeron. Pero una cosa parece incuestionable: los deseos de salvación que Juan albergaba en su seno, la rectitud de los caminos que había trazado y la anchura de su corazón eran hondos y sinceros. Sólo desde un corazón realmente abierto y anhelante podría un hombre como él —recio, fuerte, decidido, clarividente— aceptar, con la sola presencia de otra persona, que la Verdad no moraba en él completamente, que no poseía todas las respuestas, que Dios era un misterio que se le escapaba, que detrás de él venía alguien más grande, que hay correas para las que su mano encallecida resultaba torpe. Con la sola presencia. Porque —he aquí lo más asombroso— Juan no conoció al Cristo de las bienaventuranzas, ni al Jesús de los caminos, ni al Amigo de Betania, ni al Siervo de la Cena, ni al Hombre de la Cruz. No pudo ver cómo este hombre nuevo se convertía paso a paso en Buena Noticia para los sufrientes, cómo vendaba los corazones desgarrados, cómo destruía las cadenas de la esclavitud, cómo se desbordaba la gracia por sus manos. No pudo conocerlo, pero lo ansiaba tanto y tan hondamente que supo reconocerlo. No pudo ver «el Sol que nace de lo alto», pero se dejó iluminar por sus primeros rayos: como el que, contemplando las tenues pinceladas de color que tiñen el horizonte al alba, descubre emocionado que está cerca la luz radiante de mediodía. Al lado de este Jesús que apenas había empezado a desvelarse, Juan se dejo alumbrar, aprendió a ser quien era. Pudo decir con honestidad esperanzada: «Yo no soy». Yo no soy. Qué hermoso caminar desde esta pobreza radical que se sabe a sí misma pero que no anula por ello la ilusión ni la capacidad de vivir activamente. Qué hermoso dejar entrar en nuestra casa una luz que nos devuelve a la verdad. Que nos hace intuir sutilmente que no somos la medida de todas las cosas. Que no somos la puerta ni la Buena Noticia. Que no somos el Maestro ni el Pastor. Que no somos la Luz. Que no somos la Palabra. «Yo no soy». Y, desde la frágil y alta verdad de lo que somos, qué hermoso seguir bautizando en el Jordán de cada día, seguir trabajando en el mismo desierto cada jornada, seguir orando por quienes se acercan a nosotros, seguir conversando con los que desean que se cumplan las promesas, seguir viviendo en permanente conversión. Qué hermoso pensar que a nuestro lado hay Alguien que no terminamos de conocer, pero cuya presencia nos capacita para ser discípulos, para ser fanal, para ser anuncio, para ser testigos, para ser voz. Como capacitó al Bautista, a María, como nos puede capacitar a ti y a mí si lo buscamos con alegría, si lo anhelamos con todo el corazón. Con su sola presencia, Jesús puso suavemente a Juan en su lugar, en la alta dignidad del que aprende a amar el puesto que Dios le ha dado en su mesa.


     Desde las primeras horas del día, cae una niebla densa sobre Colmenar Viejo. Hay quien diría que el sol no existe, que todo sigue igual en este mundo gris de idas y venidas, que los candiles mienten apuntando a la Luz. Quizá en este invierno frío se ausente muchos días el sol de mediodía. Con todo, dejadme levantarme para ver amanecer, dejadme convertirme en farol al albor de esta presencia que abre tantos mundos. Hay quien diría que sólo somos niebla: yo he visto brotar semillas en el jardín y dibujarse trazos anaranjados en el horizonte de mi corazón…

 

«La cantidad de mundos
que con los ojos abres,
que cierras con los brazos.

La cantidad de mundos
que con los ojos cierras,
que con los brazos abres».
[Miguel Hernández]

domingo, 4 de diciembre de 2011

Comentario al evangelio 4 de diciembre de 2011 Segundo domingo de Adviento


AMOR QUE ALLANA...

     Se aprende mucho cuando se contempla despacio a alguien que ama. Cuando se le busca la mirada, cuando se le siguen los gestos, cuando se le rozan las manos, cuando se le escucha respirar. Y se aprende de quien ama cuando su amado está delante pero también cuando ya se marchó de su lado o cuando aún no ha acudido a su encuentro. Cuando uno ama a quien espera, algo en él cambia, sutilmente, pero cambia. Crece algo nuevo en sus manos, se le llenan los dedos de detalles. Yo he aprendido océanos enteros contemplando a mi madre. Siempre que nos ha esperado, en la medida en que ha vivido cada momento pensando en el encuentro con nosotros, su obrar se ha vuelto nuevo, tenuemente nuevo. Quizá nada en la vida cotidiana de quien ama a aquel que espera resulta extraordinario, pero muchos gestos brillan renovados. Hay algo distinto en las manos de una madre que hace la cama al hijo que se ha quedado dormido y sale corriendo a coger el autobús para ir a la universidad. Y uno lo nota esa noche entre las sábanas. Hay algo diferente en las manos de una madre que hace la compra pensando en que su hijo comerá con ella este domingo. Y uno lo descubre entre los tarros de la despensa. Hay algo especial en los ojos de una madre que espera ver a su hija salir a las tablas para bailar por primera vez. Y uno lo siente entre sus pies nada más empezar a dar vueltas. Hay algo indescriptible en los oídos de una madre que acude a la primera audición de piano de su niño. Y uno lo percibe enseguida entre las teclas. Hay algo hermoso en las manos de una madre que baten la nata que tanto le gusta al hijo para acompañar el café. Y uno lo capta con el solo olor que se escapa de la cocina. Definitivamente, se aprende mucho cuando se contempla despacio a alguien que ama.

     Esta misma sensación de hijo esperado he tenido ante las lecturas de este domingo. Acaso la voz que grita en el desierto sea en realidad una llamada suave en el corazón del que ama a quien espera. La misma que siente la madre ante la cama deshecha, la comida familiar, la primera actuación o el café de mediodía. Acaso se allanen caminos pasando la mano con suave firmeza por las arrugas que se van formando en las sábanas al colocarlas. Acaso se levanten valles alzando la mirada a un escenario. Acaso se enderece lo torcido añadiendo una cucharada de nata a una taza de café. Porque no espera mejor quien se empeña en cambiar las cosas a toda costa para que quien llega lo encuentre todo en su sitio, sino más bien quien piensa sin descanso en quien ama mientras espera, quien aprende a escuchar la voz que clama en el corazón ante la venida del amado. La clave no está en esperar con el sudor de nuestra frente sino con el amor de nuestras manos. Ante las sábanas arrebujadas casi todos pensamos «tengo que hacer la cama» pero quien espera con las manos enamoradas escucha otra voz en su corazón: «aquí dormirá quien amo, ¡cómo querría que se encontrase a gusto cuando vuelva!». Quien espera de verdad espera al otro, al Otro. Reconoce en su corazón que todo lo hace porque vendrá otro, porque el otro es más importante. Y así, deseando al otro porque es otro, ya le está amando, ya le está abriendo una senda para que pueda llegar. Este aprendizaje es tan pequeño y tan delicado que nos cuesta creer que en él radique la auténtica forma de preparar el camino del Señor. Pero Juan supo entenderlo. Supo que sus manos no podrían desatar las sandalias de Jesús como desataban las de tantos hombres que acudían a bautizarse en el Jordán. Supo —como lo sabe una madre ante la cama deshecha de su hijo— que existe un acto supremo de amor en las manos de quien afloja las correas de los pies al Esperado.
    

     


   Y si los hombres somos capaces de amar a quienes esperamos con una sencillez tan honda, ¿cómo no nos estará esperando el Buen Pastor? Él, que nos tiene paciencia, que ansía consolarnos, que apacienta a su rebaño, que toma en los brazos a los corderos, que hace recostar a las madres…

jueves, 1 de diciembre de 2011

Estoy a tu puerta y llamo...

     
    El pasado martes 29 los postulantes y estudiantes que formamos este año la Comunidad Formativa Intercultural de Colmenar Viejo nos paramos a la vera del camino para gustar la Vida. Como cada mes, dedicamos el día a hacer un retiro: libres de distracciones y ruidos, de urgencias y prisas, de superficialidades... Tratamos de disponer el corazón para encontrarnos con el Dios del Adviento, que llama cada día a nuestra puerta. Precisamente esta imagen del Apocalipsis en que Jesús llama a nuestra puerta para poder entrar y cenar con nosotros iluminó el retiro. En buena medida, el Adviento es esa vuelta amorosa a la morada interior en la que intentamos descubrir cómo está la puerta de nuestro corazón, cómo es, si a través de ella puede llegar el Esperado...

     Hay puertas anchas y estrechas, altas y bajas, resistentes y delicadas, macizas y transparentes, de par en par y entornadas, también algunas cerradas e incluso giratorias... ¿Cómo es mi puerta, Señor? ¿Cómo puedo hacerla más propicia a tu venida? Y, sobre todo, ¡qué hermoso es saber que no hay dintel que te sea ajeno, que no hay tranquera que te resulte extraña, que -sea como sea nuestra estancia- siempre estás a la puerta y llamas...!

 


"Como no sé cuándo llegará el amanecer,
abro todas las puertas"
 [Emily Dickinson]